“Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza”.
Fernando Pessoa
Treinta y dos radios se unen en el cubo de una rueda; del vacío (del cubo) surge la utilidad de la rueda. Forma una vasija con arcilla; del vacío (de la vasija) surge su utilidad. Abre puertas y ventanas en las paredes de una casa; del vacío (de las aberturas) surge la utilidad de la casa. Así pues, con la existencia de las cosas nos beneficiamos, y la no-existencia de las cosas nos es útil
Vuelve a remontar la corriente, a alzarse sobre las olas virando hacia el horizonte, hacia su propia existencia.
Planea cerniendo la suave brisa que la agita, que la templa; vacila un instante y se lanza ferozmente en picado tensando las alas, cortando el viento.
Siente la velocidad en sus plumas que se agitan sin cesar, enajenada.
De repente, en la incertidumbre del ruido extraño, feroz, nacida del arma enardecida corre la bala a su alcance, a su fin. Movimiento brusco del impacto, abatimiento del control perdido, de la confianza cortada, del miedo y de la nada. Cae agitada de dolor, desorientada en su inútil esfuerzo por volver a remontar, bajo las garras de la gravedad, de la muerte. Su débil cuerpo impregnado en su propia sangre, en su propia vida, rompe en la mar áspera, en su tumba eterna.
... la lluvia vuelve a tejer el ambiente, a entristecer el momento y el tiempo de un futuro casi presente.
Era una tarde eminentemente gris, las nubes eran sólo una, inmensa, fina, como velada, que cubría totalmente el espacio circundante. El mar en la orilla del puerto se fundía con el cielo, era del mismo color, la misma forma y materia, todo uno. No llovía, no, no era necesario, vivíamos en el interior de una gran nube gris húmeda. La humedad se introducía en nuestras almas. Todo estaba en calma, ni tan siquiera el movimiento de algunos barcos en el puerto llegaba a ondular el mar tranquilo. Era la tarde de la tristeza, todo era claroscuro, silencio, calma, agonía e incertidumbre. Algunas gaviotas osaban adentrarse y evolucionar en el mar gris del horizonte cercano, dejaban en el aire el sonido de sus cantos de aves hambrientas. Una sirena grave de un buque próximo, que no veíamos, nos sugería el acontecer de la vida como algo que se oye pero no se conoce. Era la tarde del sentimiento reprimido, de la soledad, del cansancio humano. Era la fusión del ambiente gris con el cerebro gris del hombre gris. La oscuridad iba paulatinamente adueñándose de la tarde, ya poco le quedaba de vida, moriría irremediablemente en la noche apagada. El débil destello del faro en el dique apenas si llegaba a impresionar nuestras retinas, tal vez fuera una visión memorizada de noches y noches vividas frente al mismo espacio. Era la tarde de la muerte, la tarde apagada que precede a la noche oscura y fatídica. Los tonos grises se ennegrecían paulatinamente anunciadores de un futuro irremediable. Era también para nosotros la tarde de la muerte, si, habíamos decidido no volver jamás a ver la luz, huir de un nuevo amanecer, habíamos escogido esta triste tarde gris para poner fin a nuestras tristes y amargas existencias. Deberíamos acompañar a la tarde hasta su lecho nocturno pero sin sobresaltos, sin estridencias. En sendas copas reposaba el tóxico letal que nos devolvería a nuestros comienzos remotos. Aprovechando otro bramido de sirena alzamos nuestras copas a la tarde y chocamos, en un gesto amargo y desesperanzado, los perfiles de cristal que dejaron en la habitación un sonido acompasado. Lentamente pero con seguridad y firmeza vaciamos el contenido en nuestros labios receptores y notamos en nuestros paladares el paso amargo del veneno anhelado. Ya éramos tarde, formábamos parte de la tarde, éramos pálidos reflejos grises de dos vidas en extinción, ya sólo nos quedaba reposar la llegada del fin. Caía la tarde lentamente al tiempo que nuestra visión disminuía al ritmo deseado, ya nada aparecía en la orilla del puerto, todo era gris oscuro, nuestros oídos captaron, distorsionado, el último estrépito del petrolero que entraba en la oscuridad. Y desde ese momento cumbre de la agonía ya no recuerdo nada más. Sé que pasó la noche y a la mañana siguiente nos encontraron muertos en sendos sillones rojos, con la mirada perdida en el horizonte y la mano en el corazón. Ahora vivimos en la tarde, formamos parte de ella, pues en nuestro testamento solicitamos que fuéramos incinerados y nuestras grises cenizas se arrojaran a la brisa del mar en una tarde gris como la que nos acompañó hasta el final. Si, somos tarde gris y estamos aquí esperando vuestra llegada, deseosos de que sigáis nuestro ejemplo para que en un día no muy lejano la tarde gris domine las veinticuatro horas. Os esperamos.">
Habitaba en una pequeña cabaña enclavada a la orilla del mar en una alejada isla del atlántico. Toda una vida dedicada a la mar, a pescar, a enfrentarse diariamente al mar cambiante, a sus olas y mareas, a sus corrientes y tempestades y obtener el fruto para la supervivencia. Él construyó solo la triste cabaña que le servía de morada y descanso para la jornada siguiente en la mar, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Con troncos y cañas de la isla había forjado esos escasos nueve metros cuadrados de vivienda, con suelo de arena y tejado de madera. La pequeña barca, en la que día tras día se hacía a la mar era casi tan vieja como él. Heredada de otro pescador ya fallecido, reparada y vuelta a reparar, repintada infinidad de veces, parcheada y reforzada, cada día lo acompañaba en el peregrinaje de la pesca. Dos remos desgastados y una pequeña vela remendada servían de motor para navegar mar adentro. Cuantas veces tuvo que regresar a golpe de remo, porque el viento no soplaba, y llegar a la isla ya bien entrada la noche con el tiempo justo para descargar los cuatro peces capturados, arreglar las redes y cañas y dormir unas horas para, a la mañana siguiente, arrojarse nuevamente a la mar. Cuanto tiempo en la soledad de la isla, en la soledad del mar, acompañado del ritmo de las olas, del soplo del viento, de los chasquidos de la lluvia, de las gaviotas que de vez en cuando se posaban en la barca y a las que Zacarías saludaba y ofrecía, como prueba de solidaridad, algún pescado poco sustancioso pero vital para ellas. Desde hace algunos días nadie ha vuelto a saber nada del viejo pescador. Se sabe que partió una madrugada como siempre a pescar, pero desde entonces nadie le ha visto. Su cabaña está todavía ahí, cerca de la orilla esperando su regreso. Tal vez ya no pueda regresar, quizá haya decidido permanecer para siempre mar adentro, con sus compañeras de siempre, su barca, sus peces, su mar, sus amigas blancas, sus olas acompasadas… Tal vez él sea ahora parte de ese mar azul, inquietante, asombroso e inmenso que día a día acoge en su infinitud a viejos y jóvenes pescadores que lo aman y respetan.">
NECESITO señorita mayor 18 años, buena presencia para revelar su pasado, presente y futuro. COMPRAMOS armas antiguas, muñecas, oro, menudencias. Trastos viejos, antiguos, menudencias.
Ideas fugaces que corretean por el interminable sendero de la mente hacia un final oscuro, incierto.
Imágenes de todos los tiempos, de todo lo imaginable, lo fantástico, lo tenue; imágenes rápidas que no recuerdo, que no comprendo, y a veces ... que no siento.
Palabras sin sentido, cadenas de vocablos vacíos, enlaces tercos, fríos, palabras de palabras, frases, tan sólo frases.
Sentimientos variables de momentos extraños, de ocasiones concretas.
Corto es el largo camino de la vida, vieja la hora de la muerte, de la vida, de la nada... de la existencia intrascendente, de los momentos simples.
Y tan sólo una esperanza, una meta, un fin, un vacío.
Quiero ser como las olas del mar: rítmicas, onduladas y rápidas, que nacen y desaparecen, y que nunca mueren.
Quiero ser una ola, estrellarme contras las rocas, pulverizarme en finas gotas saladas y de nuevo volver al mar.
Yo quiero ser una ola, romper muros y barrreras poder siempre escapar y que nadie me pueda encontrar.
Quiero ser como las olas del mar, altas, pequeñas, fuertes y débiles, espumosas, blancas, azules y verdes, para que nunca sea igual.
Desde orillamar las olas, con su incesante vaivén, nos recuerdan que la vida es un continuo "ir y venir" retornando siempre al amor que nos vió nacer. Amemos pues incluso cuando baje la marea y las olas descansen. (Calp 24-12-2009)">