Si quieres sentirte una gran dama, sólo tienes que sentarte en el trono y jugar todas tus bazas.
“Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza”. Fernando Pessoa
Con el paso del tiempo y de los sucesos de la vida, forjaron una gran enemistad. De tal modo que compartían esquina en las tardes de verano, sentadas en sus respectivas sillas, pero dándose la espalda cómo buenas antagonistas.
Cuando la calle se bifurca y no sabes a dónde ir: ¿Qué camino eliges? ¿El de la razón o el del corazón?
Quiso sentirse protagonista, y con el desparpajo propio de su edad, caminó por la alfombra blanca en dirección al altar, no le importó que los novios anduvieran con la ceremonia del matrimonio, era su momento de gloria y no lo iba a desaprovechar.
Si las cosas hubiesen sucedido de otra manera, seguramente ahora no estaríamos aquí. No somos dueños de nuestros destinos, en todo caso torpes y desorientados conductores de nuestras vidas. Porque el destino es algo que no está escrito, más bien se trata de un guion improvisado al albur de las circunstancias que se nos presentan a cada momento. El caso es que estamos aquí y aquí seguimos esperando el próximo destino.
Pasan las nubes y pasan los años, pasan también las aves volando. Pasan las gentes y pasan sus modas. Pasa todo lo que pasa y al final, salvo la piedra, nada, ni nadie, queda.
Cada día que pasa es un día menos o un día más, según lleves la cuenta. Hasta que un día caes en la cuenta de que tu tiempo se acaba cuando parece que empezó ayer. Echas la vista atrás y eras un niño o una niña con ganas de crecer. Ahora eres un viejo o una vieja consciente de lo fugaz de la vida y que luego a luego aparecerá el cartel de FIN. En fin, todo lo que empieza acaba y ojalá que tu película haya sido de interés.
Antiguamente la ropa se lavaba en público. En el lavadero, las mujeres frotaban las manchas con jabón de losa mientras daban un repaso a sus vidas en una charla amena y reconfortante. Hoy cada uno lava su ropa en casa, con máquinas y detergentes de última generación, y esa terapia colectiva de antaño se ha perdido para siempre.