lunes, 4 de enero de 2010

Obituario.


Afrodisio era un hombre casi prehistórico, prefería utilizar su vetusto diplodocos de segunda mano para acudir diariamente al laboro que, como el resto de sus vecinos, emplear el metro y el autobús.
Su casa era una perfecta cueva decorada dentro del más estricto y puro estilo neoaltamiresco. Las paredes oscuras y ennegrecidas por el humo del fuego cotidiano contaban con fabulosos dibujos arcaicos e infantiles de variopintos animales, no faltaba ni el mismísimo mamut.
La vestimenta, algo más avanzada, dejaba a la vista sus musculosas facciones y su negro y abundante vello. En días de diario gustaba usar un mono de piel de cebra que le venía de maravilla para su fatigoso trabajo en la fábrica de embutidos. En cambio, los días de fiesta, y a la vieja usanza, vestía la piel de tigre asiático que le daba un aspecto jovial y elegante.
Su novia, que trabajaba como domadora de micos en un célebre circo de la ciudad, lo traía de cabeza ya que los días que nuestro amigo libraba la amada actuaba en cuatro sesiones continuas.
Esto, unido a conflictos de intrarrol, lo llevó a la desesperación que a los pocos meses acabó con su arcaica vida. En efecto, al no poder disfrutar de las sutilezas de su querida, empezó a pensar, algo que hasta entonces y debido a su ajetreada vida no había hecho, y así, poco a poco, fue comprendiendo que estaba atrasado y empezó a sentirse ridículo y antiguo.
No tardó en cambiar de habitáculo, trasladándose a una moderna urbanización a las afueras de la ciudad. Su vestuario y su aspecto exterior se modificaron de golpe, sin progresividad, y se vistió con los más modernos atuendos: tejanos, camisas de seda, trajes, etc.
Decidió más adelante cambiar a su fiel diplodocos por el más avanzado modelo de la mejor marca automovilística. Ello supuso para él un trauma generacional pues Arquímedes, que así se llamaba su animal doméstico, era herencia de sus más primitivos antepasados.
Abandonó su antiguo oficio y, para no salirse de la nueva onda que estaba creando, se introdujo en una empresa de construcción naval, llegando en poco tiempo a jefe de ventas, lo que motivó que no cesara en su trabajo durante toda la semana con viajes, recepciones, exposiciones y búsqueda de nuevos clientes.
De esta guisa se fue quedando calvo y perdiendo kilos de paciencia. Por sus nervios no daba un euro el más importante neurólogo. Acudió a un psiquiatra pero lo único que sacó en claro fueron los mil euros que tuvo que abonar por las diez sesiones de camaterapia que de poco le sirvieron.
Desahuciado pues por la moderna medicina se trasladó a un pueblecito de la provincia donde visitó a un famoso curandero que le recetó no sé qué tipo de infusiones y caldos dejándolo todavía peor.
Y así el día veintidós del presente mes fue a morir en una céntrica calle comercial víctima de un inoportuno fallo cardíaco. Su fortuna, que era considerable, la donó íntegra a la Sociedad Protectora de Pueblos Primitivos, disponiendo a su vez, horas antes de marcharse, que en la lápida de su tumba se esculpiera esta frase: “Vive tan sólo tu propia vida”.">