Somos girasoles expuestos a la luz del destino.
Llegamos a este húmedo y ocre terreno una fría mañana de invierno ocultos en la semilla de nuestros progenitores.
De niños fuimos creciendo en tiernos tallos mecidos por el viento, jugábamos al escondite y aprendíamos de la naturaleza y de las jóvenes plantas más adelantadas.
En primavera abrimos llamativas flores a livianas mariposas multicolores y laboriosas abejas que, hambrientas, chupaban el dulce néctar de nuestras entrañas y nos traían noticias de otras flores más allá de este campo. Continuamos creciendo alegres con el canto y el vuelo de golondrinas rozando nuestros pétalos amarillos.
En la canícula de verano sufrimos desvanecimientos y alucinaciones por falta de agua y exceso de radiaciones solares, mientras maduraba el fruto del tiempo y del esfuerzo.
Hemos llegado a este otoño en pleno apogeo, inclinamos las cabezas a la madurez de nuestras vidas y contemplamos la caída de hojas amarillentas en árboles cercanos. Tan sólo nos queda morir en la cosecha, transformarnos en suave aceite, en pipas secas elipsoidales, o renacer en el huerto, otra mañana, y continuar girando expuestos a la luz del destino.