Son las dos y cinco de la noche y me encuentro aquí, en la unidad de cuidados intensivos del Hospital General Universitario, esperando que pase una hora para terminar de morir. Parece absurdo pero así es. Ingresé de urgencia a las dos y cuarenta y cinco minutos con un fuerte dolor en el pecho víctima de un inoportuno infarto.
He sido diligentemente atenido a pesar de la hora y del momento: noche de sábado a domingo.
A las tres, a punto de morir, pues ya nada podían hacer por mí, llega el cambio de hora retrasando mi final desenlace.
La doctora García, jefa del servicio, muy profesional y dispuesta, me ofreció aprovechar este lapso de tiempo para salvar mi vida. Yo, agradecido, me negué argumentando que si el destino había determinado mi punto y final para este día y esta hora, no podemos los humanos contradecirlo y alterar alegremente sus consecuencias. Carecen de culpa mis familiares y amigos, herederos de mis últimas voluntades testamentarias, que por cuestiones meramente de ahorro energético no puedan disfrutar de la libertad de mi ausencia y del rédito de mis bienes, no muy elevados por cierto.
La psicóloga de guardia acaba de subir para prestarme el apoyo emocional oportuno en esta última hora de mi vida, se ha encontrado con el sacerdote que también intenta administrarme los santos óleos. Voy a invitarlos a una bebida de máquina, pues la cafetería ya está cerrada, y a decirles que regresen a sus habitaciones y aprovechen para dormir una hora extra, que yo me las apañaré solo y que me encuentro, ahora mismo, perfectamente, tan sólo me espera el desenlace final dentro de cincuenta y cinco minutos.
Terminaré de leer "Un hombre que se parecía a Orestes", creo que el humor de Álvaro Cunqueiro me ayudará a entrar con buen pie en el más allá de las tres.