No daba pistas, para no
despistar, ni mantenía una línea recta en su trayectoria, más bien jugaba a
desconcertar y tal era el desconcierto que podías esperar cualquier cosa de él.
Quienes bien le conocían le dejaban hacer y admitían sus contradicciones, porque
en el fondo todos las tenían, aunque no quedaran tan expuestas como las suyas.
Hasta que un día, fatídico día, no se anduvo con rodeos y puso todos los puntos
sobre las íes. Desde ese día le perdimos, definitivamente, la pista.