Escribo tranquilamente este mensaje a ti destinado, conociéndote o sin conocerte y desconociendo la playa o el puerto de destino.
Bebo, saboreo los últimos tragos de este vino fresco de Ribadavia contenido en la botella que servirá de sobre, con corcho cerrado, de mi escrito viajero.
Habito esta isla imaginada de cualquier mar perdido en mis navegaciones y divagaciones fantasmas. Llegué arrastrado por una corriente, nada corriente, encallando suavemente en la arena de esta playa palmerada.
Mi nave, intacta, carece de combustible y tiene las velas destrozadas por vientos salvajes de tempestades internas. No puedo ni debo abandonar la isla, que me sustenta y me acoge amablemente, a la espera de quien venga a rescatarme de la soledad aceptada. Agoto las últimas viandas de mi despensa y confío en mis dotes de pescador recolector de frutos marinos y de tierra agradecida.
Creo que estoy sólo, ¿y cuándo no lo estuve?, en estas reducidas hectáreas de isla misteriosa. Algunas aves, insectos y tal vez algún pequeño mamífero, que todavía no he visto, me acompañan. Rodeados todos por un mar azul en calma de aguas transparentes, como esta botella de Bocarribeira que apuro con gozo, bajo un techo azul oscuro estrellado en noches tranquilas.
Enrollaré esta cuartilla manuscrita para introducirla por la boca de la botella apurada y arrojarla con fuerza al mar mensajero confiando en el destino y la eficacia del servicio postal de Neptuno.
Quizá alguna de las sirenas, que en sueños me acompañan, lea mis palabras y mis intenciones y decida trasladar la botella a los pies de una inquieta lectora que pasea descalza, cualquier tarde de verano, por la orilla del mar en una playa real del mediterráneo de su vida. Tropezará con ella y, superado el primer impulso de asombro y contrariedad, decidirá recogerla del mar para depositarla, educadamente, en el contenedor verde de vidrio tan usado como mi vida.
En el último momento observará la carta que contiene y decidirá solicitar la ayuda de un gentil camarero de chiringuito para que amablemente descorche el sobre de vidrio.
Leerás lo hasta ahora escrito y lo que ahora te cuento: gracias por rescatar del mar que habitas mi voz embotellada; gracias por estar siempre en el lugar y en el momento oportuno para acompañar a mi imaginación que anda siempre buscándote y perdiéndote, cuando te encuentro.
No te pido que vengas a buscarme y encontrarme, ni que contestes y acuses recibo devolviendo al mar la botella con tu respuesta. Continúa paseando, leyendo e imaginando todo el mar de oportunidades que pisas en el ocaso de esta tarde de verano, mientras esbozas una cómplice sonrisa.
Bebo, saboreo los últimos tragos de este vino fresco de Ribadavia contenido en la botella que servirá de sobre, con corcho cerrado, de mi escrito viajero.
Habito esta isla imaginada de cualquier mar perdido en mis navegaciones y divagaciones fantasmas. Llegué arrastrado por una corriente, nada corriente, encallando suavemente en la arena de esta playa palmerada.
Mi nave, intacta, carece de combustible y tiene las velas destrozadas por vientos salvajes de tempestades internas. No puedo ni debo abandonar la isla, que me sustenta y me acoge amablemente, a la espera de quien venga a rescatarme de la soledad aceptada. Agoto las últimas viandas de mi despensa y confío en mis dotes de pescador recolector de frutos marinos y de tierra agradecida.
Creo que estoy sólo, ¿y cuándo no lo estuve?, en estas reducidas hectáreas de isla misteriosa. Algunas aves, insectos y tal vez algún pequeño mamífero, que todavía no he visto, me acompañan. Rodeados todos por un mar azul en calma de aguas transparentes, como esta botella de Bocarribeira que apuro con gozo, bajo un techo azul oscuro estrellado en noches tranquilas.
Enrollaré esta cuartilla manuscrita para introducirla por la boca de la botella apurada y arrojarla con fuerza al mar mensajero confiando en el destino y la eficacia del servicio postal de Neptuno.
Quizá alguna de las sirenas, que en sueños me acompañan, lea mis palabras y mis intenciones y decida trasladar la botella a los pies de una inquieta lectora que pasea descalza, cualquier tarde de verano, por la orilla del mar en una playa real del mediterráneo de su vida. Tropezará con ella y, superado el primer impulso de asombro y contrariedad, decidirá recogerla del mar para depositarla, educadamente, en el contenedor verde de vidrio tan usado como mi vida.
En el último momento observará la carta que contiene y decidirá solicitar la ayuda de un gentil camarero de chiringuito para que amablemente descorche el sobre de vidrio.
Leerás lo hasta ahora escrito y lo que ahora te cuento: gracias por rescatar del mar que habitas mi voz embotellada; gracias por estar siempre en el lugar y en el momento oportuno para acompañar a mi imaginación que anda siempre buscándote y perdiéndote, cuando te encuentro.
No te pido que vengas a buscarme y encontrarme, ni que contestes y acuses recibo devolviendo al mar la botella con tu respuesta. Continúa paseando, leyendo e imaginando todo el mar de oportunidades que pisas en el ocaso de esta tarde de verano, mientras esbozas una cómplice sonrisa.