La vi venir de frente, a unos
cincuenta metros, en la calle Victoria, junto al Palacio Real. Me llamó la
atención su armonioso caminar y la belleza de su rostro en aquella calurosa
tarde de agosto. Mi sorpresa, cuando me crucé con ella y la miré a los ojos,
fue verla llorar y escuchar el lamento en su tono de voz hablando con alguien
por teléfono, tal vez algún episodio de desamor. Me detuve, giré mi cuerpo y
sentí cómo se alejaba con su dolor. A veces creemos que lo tenemos todo y la
vida nos demuestra que no hay nada ganado para siempre.