Inmaculada naciste y la vida te
fue manchando poco a poco. Primero fue la blanca mantilla de cristianar, mojada
por gotas de agua bendita y lágrimas de un llanto frío, en tu bautizo. El chocolate
caliente dejó huellas imborrables en aquel vestido de comunión, tras la infantil
fiesta. Camino del altar, tu disfraz de novia enamorada barrió el pasillo
central de la iglesia y acabó ajado después de una interminable celebración. La
sangre de las urgencias tiñó de rojo, en incontables ocasiones, tu traje de
faena. Y al final de tus días una triste sábana blanca, manchada de muerte,
cubrió para siempre tu cuerpo. Pero mereció la pena vivir y perder la blancura
de la inocencia en el camino.