viernes, 4 de marzo de 2011

En el bosque.


Un bosque lo conforman gran cantidad de árboles; cuando lo visitamos solemos fijarnos en los más cercanos, como en la vida con las personas que nos rodean.
Nos adentramos en el bosque escapando del ruido que la ciudad truena en los oídos; en el bosque escuchamos el sonido de la naturaleza: el viento que agita las ramas, las hojas secas que pisamos, el canto de las aves que lo habitan, el susurro de los duendes y las hadas que se esconden tras los árboles, siguiendo nuestros pasos y, sobre todo, el sonido que emite nuestro corazón intentando acompasarse con el ritmo que nos envuelve.
Recorremos bosques frondosos de hoja perenne: sombríos, húmedos, frescos y misteriosos, atravesados por pequeños arroyos de aguas cristalinas que nos invitan a probarla para calmar la sed de alma que llevamos y refrescar nuestros pensamientos más obstinados.
En otros bosques, de hoja caduca, la luz del otoño penetra entre los rojos ocres de las hojas y llega a nuestros ojos filtrada, para alumbrar el camino interior que vamos recorriendo en busca de la armonía con la vida que nos espera tras las últimas hayas.
Abandonamos el bosque con las ideas algo más claras, los cuerpos relajados por el cansancio y los sentimientos consolidados; nos adentrarnos, ahora, en el bosque humano. Buscamos a las personas que por inercia queremos, deseando trasmitirles la energía y el cariño que traemos en nuestras mochilas; contarles las historias que el bosque nos ha contado y abrazarnos a ellas con el mismo amor que el abuelo de Saramago entregó a sus árboles en la última despedida.