Persigo tu sombra, blanca sombra, reflejo de la luz que emite tu fugaz presencia.
A veces, cuando logro encontrarla y la sigo a media distancia, se pierde en las esquinas de mis sueños. Otras, en cambio, desaparece misteriosamente en la oscuridad del deseo reapareciendo tan inmaculada como nieve recién caída.
En los momentos más inesperados, cuando estoy cansado de perseguirla o dejo de buscarla porque estoy entretenido con otras sombras de colores, que también existen, doy fe, y de las que hablaremos en otra ocasión, si surge, choca frontalmente con la mía y se funden en gris ceniza, claroscuro de su blanca luz y mi negra ceguera. Permanecen unidas algunos segundos, que por la intensidad sentimos eternos, compartiendo intimidades prohibidas. Transfiere a la mía toda su energía y blancura. Blancor que me acompaña durante dos o tres noches, hasta extinguirse, iluminando mis paseos nocturnos que recorren la ciudad dormida al albur de la noche.
Pero no es a tu albina sombra a quien busco insistentemente, sino a su dueña, para que produzca en mi cuerpo los mismos efectos que la tuya en mi sombra.