No daba señales de vida, pero
tampoco estaba muerto ni mucho menos de parranda, estaba agazapado en su
silencio viéndolas venir y marcharse al instante. Su actitud era de oyente y de
vidente, evidentemente. Quien no habla no peca, salvo de obra y de pensamiento,
debió pensar en su mutismo. Yo sabía de su estado y conocía su decisión de
aislamiento, no porque me lo dijera en su momento, sino por intuición, que es
como saber a ciencia incierta. Hasta que un día se manifestó de cuerpo presente
y habló más de la cuenta. Desde entonces soy yo el que callo y otorgo mi
silencio. Uno no riñe si dos no quieren.