lunes, 1 de abril de 2013

Nuestra última aventura.


Estábamos advertidos de los peligros que asumíamos adentrándonos en esta aventura incierta. Cierto, éramos conscientes de nuestra situación, pero nos daba absolutamente igual. ¿Qué podríamos perder? ¿La vida? ¿Acaso no moriremos en algún momento? Preferimos asumir los riesgos y lanzarnos, inconscientemente, al abismo. 

Ella no quiso mirar hacia atrás, olvidó su procedencia y su pasado frustrante. Se embarcó conmigo sin apenas conocerme, bueno ambos partíamos en igualdad de condiciones pues yo tampoco me conozco ni me reconozco cuando estoy a su lado.

Cortamos las cadenas que nos aferraban a las rutinas del mundo enajenante que habitábamos. Y, con lo puesto, dispuestos a emprender una nueva existencia, echamos a andar en la dirección que teníamos más cerca: camino del oeste. La luz anaranjada del ocaso, a modo de faro, marcaba nuestro destino, un destino por fin libre de prejuicios y ataduras. 

La primera y última noche que pasamos juntos, compartiendo saco de dormir y fuegos internos, sirvió de recompensa a tantos sueños hasta ahora reprimidos e inalcanzados. Vaciamos nuestros cuerpos de jugos calientes y nuestros corazones de dulces zumos sentimentales. Extenuados, y con las almas en paz, vimos amanecer el último día.

A lo lejos se escuchaban las sirenas de la policía militar ululando desesperadamente. Pudimos intentar escondernos en alguna oquedad, lanzarnos al mar, o pegarnos un tiro con el revólver que le robaste, pero ya era demasiado tarde. Nunca pensaron en un juicio justo, pues en este país ultraconservador había que mantener el orden y las formas. Nuestro adúltero delito nos pasaba factura, una factura impagable.

Bajaron del coche patrulla y, sin decir siquiera ¡alto!, vaciaron su munición en nuestros cuerpos. Y así quedamos: abrazados, felices y muertos para siempre.