“Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza”. Fernando Pessoa
jueves, 11 de marzo de 2010
La Ratita.
Había una vez en un país no tan lejano, al sur del norte y al este del oeste, una limpia ratita chiquitita y curiosita que habitaba en una cloaca de barrio.
Un día decidió, harta de morar en la oscuridad, subir a la superficie a ver el Sol, la Luna, el mar, la luz, las estrellas, los animalitos y las plantas. Así fue que tomó el ascensor de la octava cañería y pulsó el botón de “primera planta”.
Cuán grande fue su sorpresa al contemplar, tras abrirse la puerta e impactar sobre sus débiles ojitos la luz crepuscular, el mundo luminoso que se le ofrecía. Se encontraba en la Avenida de los Españoles, en pleno centro de la ciudad.
Tras permanecer unos instantes estática en el interior del ascensor contemplando las primeras imágenes que llegaban a su retina, optó por adentrarse en el caos que se abría a sus sentidos. Tal fue el despiste de sus primeros pasos que a punto estuvo de ser atropellada por un camión de reparto de “mala leche” que le pasó rozando el hocico.
Caminaba cautelosamente por la calle, observando detenidamente todo lo que a su paso encontraba, latas de cerveza, colillas, papeles, restos de comida, zapatos de todas las formas y colores y demás inmundicias, alucinando ante tanta basura callejera.
Las personas en un primer momento la evitaban, pero un grupo de chavales intentó capturarla a base de pisotones y estacazos, fue su tercer sobresalto y tuvo que huir rápidamente y ocultarse entre los escombros de una cafetería americana en construcción.
Ahora tenía una idea más real del mundo de la superficie, se había dado cuenta del peligro que suponía merodear a plena luz entre los humanos y en un medio hostil para sus hábitos ratunos.
Después de recorrer unos jardines próximos y sufrir los improperios de dos perritos falderos que la acosaron, se introdujo por la boca del metro de la calle de la Pureza.
¡Ah!, suspiró, esto es otra cosa, este espacio es más familiar, parece una alcantarilla enorme con seres parecidos a mis amigas las ratas.
A punto estuvo, una vez más, de no contarlo cuando uno de los trenes le pasó por encima, suerte que permaneció inmóvil y no corrió hacía los raíles de la vía.
Llevaba una hora en la superficie y estaba harta de tanta sorpresa, ahora añoraba la vida tranquila y apacible de su anterior morada; recordaba la oscuridad y el silencio en contraste con el mundo bullicioso que la acogía en estos momentos, además el ambiente era nocivo para su salud, la atmósfera estaba llena de humos irrespirables, las luces continuas y destellantes irritaban sus delicados ojitos, los ruidos ensordecedores del tráfico rodado y de las herramientas de los obreros martilleaban una y otra vez sus tímpanos aterciopelados. Si, había desechos en las calles, plazas y jardines, como en su cloaca, pero no podía utilizarla ante el acoso de las personas y sus animales domésticos que no paraban de excretar en cualquier parte.
Ya estaba hasta los bigotes de ese mundo de la luz, del mundo de “arriba”, no soportaba tanto desmadre y confiaba en encontrar el camino que le devolviera a su hábitat.
Y el descenso fue casual e irremediable al caer por una boca de alcantarilla tras ser perseguida estrepitosamente por un gato feo y asqueroso que a punto estuvo de atraparla.
La pesadilla ya había pasado, ahora se encontraba en su cloaca querida y no volvería a subir al mundo de los humanos, había quedado colmada su curiosidad. Contaría su experiencia en el colegio para que sirviera de orientación a posibles ratitas que tuvieran los mismos sueños que ella vivió y sufrió en su lindo cuerpecito.
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