Tras la siega, campos dorados de rastrojo ciegan nuestra mirada. Un mar estepario que aguarda dormido, en tardes de chicharra, la llegada del arado surfeando olas pardas. Y mientras tanto, empapados en sueños voluptuosos, sesteamos bajo la débil sombra de una encina solitaria. ¿Qué remedio nos queda?