Recuerdo aquella fría y lluviosa tarde de otoño. Yo caminaba deprisa, destino a una cita ineludible, y tú, por lo aparatoso del impacto, también andabas aceleradamente intentando llegar a tiempo al cumpleaños de tu hija.
Fue al doblar la esquina, en el cruce de Rosario con Concepción. Giré a la derecha y tú a la izquierda. Yo por el interior, respetando la norma no escrita de andar por la derecha, y tú te echaste literal y físicamente encima de mí. Recuerdo el vuelo de tu bandeja de pasteles buscando pista para aterrizar en el suelo junto al ramo de rosas que yo portaba. Inmediatamente ambos nos agachamos intentando evitar el desastre, y nuestras cabezas, al igual que antes nuestros cuerpos, volvieron a impactar. Tras el aturdimiento inicial, contemplamos juntos el naufragio de la barca de pasteles en el mar del charco de lluvia. Mis disculpas, tus disculpas, rodeados de gentes que reían o se interesaban por nuestro estado físico y anímico. Tu sonrisa, mi sonrisa, y el ramo de rosas, destinado a mi amigo fallecido -sin duda dio por bien empleado en esas circunstancias, el habría hecho lo mismo con mi aquiescencia- que te entregué, no sin gran esfuerzo para que lo aceptaras, como compensación a tu dulce pérdida.
Ha llegado otro otoño, llueve y hace frío. Hoy es el aniversario de mi amigo y por tanto el cumpleaños de tu hija. He comprado otro ramo de rosas, rojas como su apellido. A la misma hora que hace un año voy a recorrer el mismo itinerario. Doblaré la esquina, a la derecha y por el interior, como siempre, en el cruce de Concepción con Rosario. Esta vez no tengo prisa, caminaré despacio intentando encontrarte y no toparme de nuevo contigo y tu bandeja de pasteles. Si coincidimos recibirás el ramo de aniversario. De no ser así será para mi amigo, aunque él preferiría no recibirlo, así son los amigos, incluso después de doblar la última esquina.
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