Y a la misma vez que tú estabas
mirando al mar y despertando de ese largo y profundo sueño, según nos cuentas,
yo pasaba por allí pescando imágenes junto al mar para luego secarlas al sol. Y
te vi, o mejor dicho, vi tu estilizada silueta recortada a contraluz y no me
quedó más remedio que fotografiarte mientras meditabas. Pero no bastó con esa
foto y quise conocerte mejor. Por eso avancé unos pasos y me antepuse delante
de tu esqueleto metálico y dándole mi espalda al sol. Pude comprobar que, en
efecto, mirabas al mar. Que llevabas tu mano de hierro a la frente para hacer
de visera con ella y evitar el deslumbramiento. Porque, a pesar de ser ya
diciembre, la mañana era radiante y luminosa. El mar, la mar, estaba tranquila
y de un color azul mediterráneo. Olas no había ninguna, salvo las olitas
propias de un mar en calma. Me quedé observándote un buen rato intentando leer
tu gesto e interpretar tu postura. No imaginé lo que en esos momentos pasaba
por tu cabeza y ayer pude leerlo aquí, sin ir más lejos. Y no me sorprendió que
alguien que lleva plantado en el mismo sitio, sin moverse, vigilando la mar día
y noche, cuente lo que tú cuentas desde lo más profundo de tu oxidado corazón.
Y otra foto, ésta foto, captó ese momento, nuestro hiperrealista momento.
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