Por métodos poco ortodoxos, pero
siempre infalibles, entraba en trance. Yo la veía y advertía del peligro que tal
práctica para su salud suponía. Ni caso me hacía, ni de noche ni de día. Era
levantar una copa, jarra, botella o lata de cerveza y la "operación
trance" en marcha se ponía. Bien es cierto que nunca perdía la compostura,
sólo buscaba el punto equidistante entre la razón y la locura, y en verdad que
lo conseguía.
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