“Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza”. Fernando Pessoa
sábado, 2 de enero de 2010
Cualquier sitio, 27 de febrero de un año no bisiesto.
Nace esta narración en el día de hoy, aparentemente soleado y algo más cálido que los precedentes, como mero ejercicio de caligrafía pues es indudable que mis habilidades escritoras han perdido agilidad con el paso del tiempo.
Hechas estas aclaraciones dejo sentado que lo que posteriormente quede reflejado en estas “hojas de papel pijama” son simplemente ejercicios caligráficos carentes de cualquier otro interés.
Hoy es miércoles, cuarto día de la semana ya que la semana, pese a la costumbre popular, empieza el domingo y termina el sábado. En la actualidad, sin embargo, se considera al lunes como primer día semanal, otorgándole al domingo el puesto último y de descanso.
Evidentemente, que hoy sea el tercer o cuarto día de la semana no influirá en su contenido, siendo por tanto el orden un aspecto poco importante en estos momentos.
Delante de mí se encuentra una mujer. Es rubia, delgada, con suéter escotado de color negro, sin mangas (desmangado), una falda corta de color blanco y cuadros de colores. Las piernas están cubiertas con unas medias negras y los pies se calzan con unos zapatos de color plata con tacón elevado. Las manos, o mejor dicho, la mano y antebrazo derecho están enfundados en un guante negro transparente.
Está sentada en un sillón cubierto por una sábana blanca, recostada más que sentada, con la espalda y el brazo en un brazo del sillón, las piernas sobre el otro y el brazo derecho encima de la parte trasera del sillón. El suelo es blanco y negro, en bandas alternativas, y el zócalo negro contrastando con la pared blanca.
Me mira fríamente, no parpadea. Creo que se llama Lucía y espero que siga conmigo en esa posición durante todo el día y mañana. El viernes veremos que ocurre con ella, dejémosla pues tal y como es y está en estos momentos.
Hace mucho tiempo que no escribo y por tanto me cuesta trabajo plasmar ordenadamente en el papel las ocurrencias que se agolpan en mi sistema nervioso cerebro-espinal. Debo tener cuidado en la elaboración de los grafemas para que puedan ser inteligibles por el resto de los humanos a quienes va dirigida esta carta continua.
Mi historia se remonta a casi, o quizá más, cinco mil millones de años. Ese es aproximadamente el momento en que surge el planeta en el que habito. Se llama Tierra, ya veis que es un nombre bastante vulgar y que poco dice de él. Otros más románticos le han llamado Planeta Azul, pues dicen que desde el espacio, y así lo reflejan las fotos enviadas desde los satélites artificiales, tiene un color azul. Desde aquí abajo no es azul toda ella, tan sólo el cielo (a veces), el mar (a veces), etc. (a veces).
Ya he especulado un poco con el nombre, vayamos al origen. La Tierra la creó Don Dios un día que tenía ganas de trabajar y dijo “Hágase la Tierra” y la tierra se hizo tal como es ahora, con los animalitos y las plantas, los ríos, las praderas, los montes… Pero como el Señor Dios se aburría pensó en inventar un bicho nuevo que habitara la Tierra y le entretuviese en el transcurso de su infinita existencia. Manos a la obra, de golpe creó al hombre a su imagen y semejanza, lo que quiere decir que externamente todos somos dioses y que Dios tiene las mismas facultades que nosotros.
El hombre y Dios se aburrían, el primero en la Tierra comiendo las frutas y cazando animales, y el segundo, Don Dios, observando las tonterías que hacía el hombre. Por ello fue que Dios quiso amargarle la vida al hombre y entretenerse él con los disgustos humanos. Y con tal intención creó a la mujer, por lo que el hombre dejó de ser homosexual (no todos) y comenzó a amargarse la vida (yo no) y a entretener a Dios.
Por hoy ya está bien, mañana seguiremos con esto. Adiós.">
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