Aprendimos a navegar en el desierto de nuestra soledad, ese mar ondulado de dunas y olas de arena que avanzan lentamente, movidas por cálidos vientos, en busca de un destino que nunca llega.
Ahora nos adentramos, entre tinieblas, en el mar de nuestras dudas siguiendo el rumbo de las preguntas que la vida nos presenta a cada momento, con la certeza de no encontrar nunca las respuestas adecuadas que despejen para siempre nuestra incertidumbre.
Las únicas verdades que reconocemos son aquellas mentiras que, de tanto ser repetidamente pronunciadas, han tomado carta de naturaleza y nos ayudan a continuar desorientados.
En algunos momentos la bruma desaparece, se esfuma, y contemplamos el sol iluminando el fantástico presente que nos envuelve y a la diosa Atenea en la akrostolia de nuestra embarcación.
Aprovechamos para fijar la vista en el horizonte inalcanzable al que nos dirigimos, sabiendo que nunca llegaremos pues asumimos nuestro inevitable naufragio antes de tocar puerto.
Hemos aprendido a navegar en compañía de la manada de escualos hambrientos que huelen la sangre que circula alterada por nuestras venas, mientras giran alrededor de nuestro oasis flotante, esperando cualquier desliz que alimente sus vientres.
Tan sólo las sirenas, con sus cantos, las yubartas enamoradas y las gaviotas fantasmas que nos sobrevuelan, amenizan nuestra singladura y mantienen la débil esperanza de descubrir una isla virgen en este océano desconcertante.
Aún así somos felices, pues hemos descubierto que la felicidad llega en el preciso momento que dejas de buscarla.
Hace tiempo que dejamos de buscar, tan sólo nos dedicamos a encontrar los restos de naufragios que las olas acercan a nuestra borda y narran las vidas de otros navegantes que llegaron, por fin, a su destino.
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