martes, 1 de noviembre de 2011

La línea de meta.


En un recorrido circular, como la vida, con origen y final en el mismo punto: la frontera de estar o no estar, la velocidad no es determinante. Conocemos la fecha y la hora de salida, desconocemos el itinerario, aunque podemos trazarlo previamente y esperar acontecimientos que nos obliguen a modificarlo, pero nunca la hora y la fecha de llegada, salvo que decidamos tirar la toalla antes de tiempo y terminar nuestro paseo, seremos social e incomprensiblemente descalificados.
Nacemos y morimos, partimos y regresamos, tan solo nos falta llenar de contenido la distancia que separa ambos hitos.
Podemos avanzar deprisa intentando que el recorrido sea lo más largo posible, ignorando las señales que aparecen a ambos lados. Podemos caminar despacio, contemplando los paisajes, saboreando lentamente los frutos a nuestro alcance y disfrutando de la compañía de quienes marchan a nuestro ritmo. También podemos conducirnos ineficientemente: acelerando y frenando bruscamente, con impaciencia, y generar tensiones y conflictos con el resto de caminantes.
Al final todos llegaremos a la meta, antes o después, independientemente del camino elegido y del tiempo empleado en recorrerlo. Allí nos aguarda, con los brazos abiertos y una sonrisa amable, la dulce azafata de la muerte para hacernos entrega del ramo de flores que premie nuestro esfuerzo y adorne nuestra última morada.
Por tanto, si somos conscientes de nuestro origen, del recorrido que nos queda por delante y del final inevitable, haríamos bien en no aferrarnos a bienes materiales, pues sólo seremos depositarios temporales de ellos, en gozar de la buena vida y de la buena gente, si hemos tenido la suerte y la fortuna de encontrarla y no angustiarnos porque veamos la pancarta de meta cada vez más cercana.
Buen camino, buena compañía y feliz regreso a meta.

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