Plantado como un peirón, a la
vera del camino, vi pasar a un peregrino cabizbajo, larga barba, zurrón y vara,
subiendo a la ermita de Santa Ana. Llevaba una gran cruz al cuello y el escudo
de Santiago en la capa. Se santiguó y me saludó con la mirada, en silencio
adiós le dije mirándole a la cara.
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