En ocasiones, en la vida, ascendemos velozmente por las montañas de problemas que nos surgen intentando llegar rápidamente a la cima y contemplar las vistas que nos ofrecen ahí abajo.
Nuestro organismo no está preparado para cambios tan bruscos y necesita una adaptación progresiva a la hipoxia o falta de oxígeno en altura.
La consecuencia de nuestro atrevimiento se traduce en: mareos, vómitos, agotamiento y malestar general con pérdida de energía y reflejos, que vamos sufriendo sin ser conscientes y nos puede llevar a la muerte a partir de los siete mil metros de altitud. Por tanto, si no somos Juanito Oiarzabal o Edurne Pasaban que están acostumbrados a coronar ochomiles sin necesidad de oxígeno adicional, deberíamos ser prudentes y tomarnos el ascenso a nuestros conflictos con algo más de tiempo y preparación. Estudiar el perfil, las opciones o vías para llegar a la cumbre y dominarlos, buscar las condiciones climáticas apropiadas, ir bien equipados y contar con la ayuda de sherpas experimentados que nos auxilien en los momentos más delicados. Y, si finalmente constatamos nuestra incapacidad para cumplir con nuestro objetivo lo prudente sería, al primer síntoma de hipoxia, descender poco a poco y alejarnos de esa montaña para siempre, pues también a la orilla del mar es posible soñar y dar reposo a nuestras inquietudes.
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